El silencio, después murmullos, luego voces en un idioma raro. El metate permanecía enterrado, sitiado por pedruscos sin pasado memorable y alejado de los círculos de piedra-imán que atraen curiosos. La chica lo vio, lo caminó, lo pateó para probar su consistencia.
Reinauguraban el mundo. El chofer del bus llamó a los vecinos mientras la muchacha forcejeaba para desenterrarlo. Fue inútil. Luego el barullo enmudeció con el viento.
Días después la ciudad.
Las raíces de un samán rasguñan la vereda, unas cabras atadas al árbol, hombres que juegan naipes y el metate, rodando por ahí. La muchacha, que sale al porche a mojar la vereda, lo reconoce.
-¿Quién lo trajo?
-Yo –responde el chofer-. Vi que le gustaba.
El metate ostentaba dos pozuelos de doce pulgadas, de escaso calado, y separados por un tabique romo.
-¿Lo llevo adentro?
-Déjelo en el porche. Ya lo muevo.
-¡Deja en paz a mi sobrina, cabrón! -advierte un jugador viejo al chofer.
De noche, en el catre la muchacha duerme y sueña. Sueña que se sienta en el metate, que el tabique romo separa sus nalgas, y que se mueve en silencio.
Meses después la chica pare y jura que no fue el chofer.