La sillería de sus iglesias proviene de la misma roca rojo-parda que usaran los antiguos habitantes de lo que hoy es México para sus impresionantes obras de arquitectura. Ante colosal lucimiento de alturas, formas y ornamentos nativos, los colonizadores españoles debieron establecer una percepción espacial que marcara su supremacía política, ideológica y tecnológica, y que justificara su condición de conquistadores.
Claro que no iban desarmados.
Cargaban la herencia constructora medieval más las prácticas renacentistas y del barroco, que hábilmente mezclaron con la tradición artesanal aborigen, para producir una expresión espacial imponente y singular.
Con tal evidencia me aventuro por sus calles (poco antes de las sesiones del Primer Congreso Iberoamericano de Arte y Pensamiento) y es entonces cuando puedo constatar en carne propia el moreliano acecho de sus siglos. A cada paso, a la vuelta de cada esquina sorprenden templos de tres o cuatro siglos, me asaltan explanadas, torres y arbotantes, calles de nombres extraños. Ni los chicos de trajes “góticos”, ni sus pendientes agujereando cejas y ombligos, pueden librarme de ese asedio, pertinaz y fantástico, que se traduce en una instalación de media docena de catrinas en los exteriores del convento del Carmen.
Eso es lo que perpetran los siglos contigo, cuando caminas por Morelia.