LECTURA PENDIENTE II

gambito

LIDIANDO CON FAULKNER: HUMO

El placer de la relectura se da por obra y gracia del olvido.

Para los que no conocen este libro, todos los cuentos que lo componen tienen como protagonista a Gavin Stevens, fiscal de distrito, que a veces aparece como joven abogado, otras como solterón irredento y otras ya entrando en años. También aparece, como escolta perpetua, su sobrino Chick Mallison. A veces este es quien narra la trama, en otras —justo en “Gambito de caballo“— el narrador lo usa para convertirnos en testigos indirectos de los asuntos del protagonista principal, su tío Gavin.

Pero HUMO es un cuento narrado en primera persona por alguien que prefiere construir sus oraciones en la primera persona del plural, como si fuese el pensar unánime de un pueblo, del cual el narrador se ha erigido en representante:

“Anselm Holland llegó a Jefferson hace muchos años. De dónde, nadie lo sabía. Pero era joven entonces, y un hombre de variados recursos, porque antes de que hubieran transcurrido tres años estaba casado con la única hija de un hombre que poseía dos mil acres de las mejores tierras del distrito, y fue a vivir a la casa de su suegro, donde dos años más tarde su mujer le dio dos hijos, y donde a los pocos años murió aquél, dejando a Holland en total posesión de la propiedad, que estaba a la sazón a nombre de su mujer. Pero aun antes del hecho, LOS DE JEFFERSON lo habíamos oído aludir, en tono algo más alto de lo conveniente, a “mi tierra, mi cosecha”; y aquellos de NOSOTROS cuyos padres y abuelos se habían criado en el lugar lo MIRÁBAMOS con cierta frialdad y recelo, como a un hombre sin escrúpulos…

A continuación el narrador cuenta pormenores de la vida de los gemelos, de la muerte de la madre y de los litigios con su padre:

“Y cuando sus hijos llegaron a la edad adulta y primero el uno y luego el otro dejaron para siempre el hogar, NO NOS SORPRENDIMOS. Por fin, cuando un día, hace seis, Holland fue hallado muerto, un pie trabado en uno de los estribos del caballo ensillado que acostumbraba a cabalgar, y el cuerpo horriblemente destrozado, porque, aparentemente el animal lo había arrastrado a través del cerco de palos, y eran todavía visibles en el lomo y en los flancos del caballo, las marcas de los golpes que le había dado en unos de sus accesos de ira, NINGUNO DE NOSOTROS LO LAMENTÓ, por cuanto poco tiempo atrás había cometido un acto que, para los hombres de nuestro pueblo, nuestra época y nuestras creencias, era el más imperdonable de los ultrajes..

Noten dos cosas: la primera es esa insistencia en hablar como representante de facto del “pueblo”; la otra es un rodeo que comienza así:
Por fin, cuando un día, hace seis, Holland fue hallado muerto...,
y entonces el narrador, gracias a nuestra obvia curiosidad, extiende las explicaciones de su muerte, el rol del animal, la tortura del animal,  hasta concluir con un pequeño y lapidario remate que engloba la sicología general de esa afectada vox populi:
ninguno de nosotros lo lamentó

Esta capacidad para plantearnos una propuesta que ingeniosamente deja “colgada” en nuestra curiosidad, para luego ausentarse un buen rato sin que dejemos de observar con el rabo del ojo la propuesta “colgada”, hasta verlo finalmente volver y amablemente descolgarla, antes de proponernos otra cosa, es una de las dilataciones más curiosas y geniales propias de Faulkner.

La narración discurre deliciosamente fluida y serena a pesar de lo áspero del tema, como si ese contrapunto fuese la infraestructura de la historia. Y así, como si se tratara de un viejo relato familiar que, por viejo y distante no nos afecta y del cual podremos sacar todas las moralejas que nos venga en gana sacar, nos vamos enterando de las pequeñas biografías de los protagonistas humanos del cuento (porque también hay protagonistas no humanos: el caballo del juez Dukenfield, el testamento del occiso, la caja de resorte del juez o la inhóspita y calurosa sala de audiencias), de sus actividades laborales y hasta de las supuestas conversaciones que los protagonistas pudieran haber urdido, tejido, tramado, o mantenido a lo largo del encono de sus vidas:

“Por fin un día se produjo el estallido. Probablemente de la siguiente manera:
—Crees que ahora que se ha ido tu hermano podrás quedarte simplemente, y guardártelo todo, ¿no?”

El narrador, de este modo asume una faceta de chismoso y discreto divulgador de rumores; tarea que de ningún modo le parece poco honorable; al contrario, con total desparpajo presume todos los diálogos, las provocadoras preguntas de unos y las insolentes o mesuradas respuestas de otros:

“—Preferiría tener una pequeña parte de la tierra y explotarla bien, a verla como está ahora —habría respondido Virginuis…

Y nos enteramos de sus asuntos de tierras, de los impuestos prediales y de la pérfida codicia del difunto que profanara la tumba de su mujer, versus la indolente sabiduría de sus hijos, consagrados simplemente a honrar a su difunta madre. Y entonces aparece un primo de los gemelos, un personaje de bajo perfil, que el narrador coloca sin nombrar, como una especie de miembro cuya función fisiológica no es del todo clara, pero cuya inflamación puede ser severa y hasta mortal, y también nos enteramos de uno de los protagonistas no humanos descritos arriba: el Testamento. Testamento que es una excelente excusa narrativa para que aparezca, igualmente de improviso el juez Dukinfiled.

El “nosotros” del relato, a través de su representante, “observamos” al juez y de cómo no legaliza el testamento. Pasan los días, mientras transcurre el retrato del juez “quien había vivido lo suficiente para saber que el apremio de cualquier actividad existe tan solo en la mente de ciertos teóricos que no tienen actividades propias”. Ese apremio (el nuestro de lectores “sin actividades propias”) se siente agredido cuando termina la primera parte del cuento y encuentran al juez Dukinfield muerto de un certero balazo en la frente.

 

Cinco espacios de máquina dan a entender que la segunda parte de HUMO ha comenzado.

Sin exagerar, más bien con algo de escalofriante frialdad vimos que el juez Dukenfield fue hallado muerto por su criado negro que, contra todo pronóstico nada oyó: ni al sujeto que seguramente pasó por encima de él mientras dormitaba en el corredor, ni al juez Dukenfield, ni al balazo. La descripción de Faulkner sobre el hallazgo (dado el tipo de hallazgo) es algo negra de humor, tal vez documental, pero en todo caso literaria: “Tenía los ojos abiertos y un balazo exactamente sobre el puente de la nariz, de modo que parecía tener tres ojos en línea”. El narrador en primera persona parece estar de acuerdo con la descripción, pero en todo caso advertimos que el único que puede dar semejante versión tiene que ser el escritor que se inmiscuye en el relato.

También notamos algo esencial en esta segunda parte del relato y es que cualquiera que se hubiese venido perfilando como protagonista de la historia (el viejo Anselm, los gemelos y hasta el propio juez Dukenfield) ceden los derechos, por decirlo así, al fiscal Gavin Stevens.

Esta segunda parte, sin embargo, está dividida en tres partes a su vez. No está demás explicar que tanto la traducción como la edición de este libro son de Alianza Editorial. En todo caso esta segunda parte acontece en la sala de audiencias del pueblo de Jefferson, condado de Yoknapataupha, donde se ventila un juicio, que el fiscal ha propuesto y mediante el cual vincula la legalización del testamento a favor de los gemelos Holland con el asesinato del juez. Surgen, pues, nuevos personajes, cuyos retratos son oportunamente develados: el sirviente negro, el primo de los gemelos que resulta ser pastor de iglesia, y un siniestro sujeto, un gangster de paso, aficionado al cigarrillo, un sujeto que deja traslucir sus vicios con tal eficacia que provoca todo tipo de repulsas, incluyendo náuseas a los que tan sólo lo miran. Demasiadas inquietudes como para no sospechar de él; demasiadas señas como para sospechar que él no es el “verdadero” culpable.

En cierto modo Faulkner pone a prueba nuestro talante de ilusos hasta el fin, cuando la genialidad del fiscal Stevens queda expuesta junto con el culpable, el verdadero culpable. Ahora bien, qué se ha hecho el narrador en esta segunda parte; recordemos su postura como representante del pueblo de Jefferson, un pueblo conservador, afecto al chisme y a la moraleja entre sus tradiciones más caras, y que lo ha delegado como tal dadas sus condiciones sociales, digamos, de chismoso y moralista.

Por fin, la genialidad de Stevens (y el estupor del pueblo, y seguramente, el del narrador) llega a su máxima expresión cuando todo se aclara: el Juez Dukinfield no podía firmar el testamento porque él había sido dueño del caballo que supuestamente había arrastrado y matado al viejo Anselm Holland; y resulta que en su mocedad fue tan maltratado que se volvió miedoso de tan solo ver un palo en mano de cualquier sujeto. Eso: o no lo pudo saber el verdadero asesino porque era un afuereño, o sucede que lo olvidó. ¿Cuál afuereño? Naturalmente el menos sospechoso: el primo de los gemelos; que fue quien contrató a otro afuereño, un gangster, para que asesinara al juez.

Como ven, el final de este cuento se pudo resolver en unas 100 palabras; pero recuerden que Faulkner y su narrador pertenecen al mismo entorno sociológico de la historia. Un entorno nostálgicamente vencido —gente del sur—, étnicamente cuestionado —pero plural— y donde los nombres, para ilustrar el asunto, evocan mundos bíblicos o clásicos de trágica fantasía, donde abundan, entre blancos y negros, los Sartoris, Drusilas, Horacios y Cornelias, y donde hay que promover que esa ideología inspirada en Nathanes, Davides y Salomones, infecte a la justicia para que brille, y que los culpables, de ser posible, hasta se coloquen la soga al cuello. Primera teoría, esbozada por el narrador como “el plan” Stevens.

Segunda. Comunicar simplemente el regusto por el descubrimiento de lo ocultado. Y para eso es necesario ir removiendo las opacidades que los humanos tendemos tercamente sobre la transparente y diáfana verdad.

¿Cómo lo hace? El método en general es una morosa recapitulación de todos los hechos:

De pie junto a un extremo de la mesa, comenzó a hablar (Gavin Stevens), sin dirigirse a nadie en particular, con un tono ligero y anecdótico, refiriendo lo que ya sabíamos, y dirigiéndose de vez en cuando al otro mellizo, Virginius, como buscando corroboración… Parecía estar preparando la defensa de los sobrevivientes… Su tono era tranquilo, conciso, sincero; en todo caso levemente parcial hacia el joven Anselm; eso es.
Ahora la cuestión es: ¿Cómo es posible que esta historia nos capture? Conforme el narrador cuenta, Stevens introduce aún más opacidades en la historia, de modo que el nuevo juez, los miembros del jurado, y hasta nosotros los lectores, naturalmente no entendemos y preguntamos –con todo derecho- qué relación hay entre todo lo que ya sabemos con el juez Dukinfield. Stevens, para responder, arremete sin inmutarse con otra larga explicación de lo que ya sabemos…

Así, pues, el testamento está bien. Su legalización debió ser una simple formalidad. A pesar de ello el juez Dukinfield pospuso su decisión durante más de dos semanas y entonces se produjo su muerte. Y así el hombre que creyó que todo lo que debía hacer era esperar…
—¿Qué hombre —preguntó el presidente.
—Espere —dijo Stevens—. Todo lo que debía hacer el hombre era esperar.

El asunto se torna abrumador, molesto y tan exasperante, que los inocentes prefieren declararse culpables antes que prolongar más la agonía de escuchar a Stevens. Esto se hace evidente cuando el joven Anse, que encaró a su padre cuando este profanó la tumba de su madre y, al parecer lo golpeó, cree haber sido su asesino.

—Está equivocado —dijo Anselm, con su tono áspero y brusco—. Yo lo maté. Pero no fue por la maldita tierra. Ahora, llame al Sheriff.

Y entonces fue Stevens quien, mirando fijamente el rostro furioso de Anselm, dijo en voz baja:

—Y yo afirmo que es usted quien se equivoca, Anse.

Así el nudo queda planteado, como lo confirma el narrador en primera persona del plural:

“Durante unos instantes los que observábamos y escuchábamos permanecimos, en medio de esta inesperada revelación, en un estado de ensueño en el que se nos antojaba saber de antemano qué ocurriría, y conscientes a la vez de que no tenía importancia, porque pronto nos despertaríamos.

Pero el despertar puede ser sensualmente largo. Es entonces cuando Faulkner delega a la dupleta Stevens/narrador para que nos relaten la coartada del verdadero asesino —recuérdese—, no sólo del viejo Anselm Holland, sino también del juez Dukinfield. Para eso es necesario que el asesino sea primero aludido, ya que ponerlo en evidencia requerirá tender aún más opacidades sobre el jurado y el narrador. Y entonces volvemos a los retratos, a los bodegones y aún a los paisajes:

“Este hombre llegó, pues, allí y vio lo que usted —refieriéndose a Anse y a su padre caído— había dejado, y terminó la obra: enganchó el pie de su padre en el estribo y trató de espantar al caballo golpeándolo; pero, en su apuro, olvidó lo que no debía haber olvidado nunca…
Escuchamos en silencio, mientras el eco de la voz de Stevens moría lentamente en los ámbitos del pequeño recinto, en el cual nunca corría una brisa ni una ráfaga de aire…

No sé si les pueda pasar, pero esta insistencia en la arquitectura sin ventilación de la sala de audiencias es un recuerdo permanente de que la historia que están leyendo se titula HUMO.

Hay aún una tercera teoría por la cual el desenlace de esta historia debe ser tortuoso y esa razón es el protagonismo tan singular del TIEMPO.

“Cuando pienso en todo ello, retrospectivamente, veo que el resto no debió llevarnos tanto tiempo. Siento ahora que debimos saberlo enseguida, y aun siento, así mismo esa especie de disgusto sin piedad que, después de todo, hace las veces de compasión…
No son las realidades ni las circunstancias las que nos sorprenden, sino el choque de lo que debimos haber sabido, si no hubiésemos estado tan absortos en la creencia de lo que, más tarde, descubrimos haber tomado por verdad, sin otra base que el haberlo creído así en aquél momento.
Ahora Faulkner recurre al hecho que precede al humo, al fumar, mediante el cual el culpable queda definitivamente aludido. Los pasos restantes consisten en que dicho criminal se exponga totalmente y, literalmente, se declare culpable. No en vano el narrador da a conocer su nombre casi al final, no en vano el juicio se da en una sala sin ventilación.

Debimos haberlo sentido: a ese alguien presente en la habitación que sentía que Stevens había provocado la aparición de ese horror, de aquella indignación, de aquel furioso deseo de hacer retroceder el tiempo un segundo, de desdecir, de deshacer.

Es el clímax del Plan Stevens. Ahora, a leer.

 

HUMO, de “Gambito de caballo”, por William Faulkner, (traducido por Lucrecia Moreno de Sáenz), aparece actualmente como el volumen 778 de la colección Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, colección Faulkner.

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