Botones Rotos, por Omar Chapi

III Lugar de Ciencia Ficción en el concurso literario EQUINOCCIO 2014 de Ciencia Ficción y Fantasía

Botones rotos

Si antes hubiera visto mi auto; tal vez, no me habría dado esa negativa. El servicio mecánico hizo de mi vieja chatarra rodante una verdadera joya; sin dañar el diseño clásico, incorporó los beneficios de lo más moderno en biomecánica y psicocinética; lo mejor de todo, es que no costó una fortuna como muchos creen; hoy en día, la tecnología es más barata; además, con un poco de suerte se contacta un buen contrabandista y los costos pueden reducirse incluso a menos de la mitad.
Tengo que ensayar el breviario para la puesta en escena de mi última obra sinfónica; así que, si desea aún puede acompañarme, insistí.
De todos modos, sabía que no vendría. Subí al auto y de inmediato sentí al nuevo versor de energía psíquica de conexión automática adherirse a la base de mi cráneo proporcionándome una caricia deliciosa que relajó todas mis tenciones. Sin pérdida de tiempo, eché mano de mi mejor fuente de pensamientos, el madrazo contra el planeta de aquella pobre chiquilla desquiciada en busca de la muerte a bordo del moderno ascensor del edificio de apartamentos donde era mi vecina y los motores del auto rugieron, con la energía suficiente para dar un par de vueltas la ciudad entera. Era un cuadro realmente horrible; pero, debido a algún sentimiento sublime oculto en lo más profundo de mi psiquis, producía energía de la mejor calidad, de baja emanación ideológica, que reduce al mínimo la contaminación psíquica y resuelve mi apatía imaginativa. Realmente, una maravilla.
Sin embargo, no es que la gente de este tiempo no muera, si eso es lo que está pensando; pero, no hemos visto un suicidio en más de quinientos años, por lo que es probable que usted no sepa de lo que estoy hablando; no obstante, ésta es una de esas cosas para las que el sistema no ha encontrado una solución y prefiere mantenerlo en secreto; si bien, con el alargamiento de la vida, la naturaleza perdió la potestad de aplicar la selección natural a las especies, las deficiencias contenidas en la cadena genética no han podido ser eliminadas, incluso con la separación de las personas incapaces de generar pensamientos evolucionados, armónicos, bonitos, un día aparece por ahí, un individuo de no sé qué genes neuronales rebeldes y pone a prueba el delicado equilibrio social establecido; como es conocido: todo, absolutamente todo lo que tiene que moverse, es impulsado por la calidad sublime de los pensamientos, lo cual es perfecto, si tenemos presente los problemas de contaminación de la era del petróleo, que puso en serios peligros la permanencia de la vida en el planeta.
El locutor de radio táctil anunciaba el pronóstico de arquitectura climática para los próximos cincuenta años, cuando aparqué el auto en las afueras de la Sinfónica Gustativa Nacional. Me sentía algo nervioso, no sabía cuánto aire en los pulmones iba a necesitar para lograr el silencio de los tonos altos, que eran mi fuerte; aunque para aquellas horas, normalmente suben las mareas eólicas, persistía el riesgo de un cambio en el itinerario lunar, lo cual terminaría por arruinar definitivamente mi espectáculo; resignado eché un vistazo a la gótica construcción, las puertas aún estaban cerradas, lo que me daba un pequeño espacio de tiempo que aproveché para revisar la prensa virtual acumulada durante semanas en el asiento trasero de mi auto.
Como era de esperar, todos los rotativos, en su edición del aciago día del suicidio, traían en su primera plana una foto táctil del ascensor siniestrado; sin embargo, algo extraño giraba en torno al fatal suceso. Los medios especulaban sobre las posibles causas del accidente, incluso proponían soluciones mentales preventivas; un curso intensivo en la Escuela de Imágenes Puras, para la obtención del permiso de manejo de pequeñas cantidades de energía psíquica, era la solución con mayor apoyo en la Asamblea Nacional; sin embargo, nadie hablaba de la pobre chiquilla desquiciada que osó buscar la muerte entre aquellos hierros retorcidos.
Si aquel día, no bajé al sótano a confirmar el terrible desenlace, fue porque me causa horribles lesiones nerviosas ver un cuerpo femenino destrozado. Pero, yo mismo acompañé a esa pobre infeliz en su viaje suicida, hasta el cuarto piso del edificio, donde, tras penosas negociaciones, me dejó salir de la cabina y se despidió balanceando la mano y esbozando una parodia de sonrisa sin mostrar los dientes.
Como todos parecían ignorar los pormenores del terrible suceso, decidí llegar al fondo del misterio por mí mismo. Tengo un amigo en Arqueología Criminal, que me debe unos favores; así que, inventé un pretexto para llamarlo y conseguí una cita. El único inconveniente era que debía llegar a su oficina en menos de quince minutos, un tiempo exiguo considerando que me encontraba a media ciudad de distancia, lo cual significa, por lo menos medio día de viaje en auto por la carretera de alta velocidad; pero, tomaría el tren biolumínico; indudablemente, una joya tecnológica al servicio de la ciudad, que en condiciones normales reduce ese tiempo a una setentaidosava parte, viajando por vías de pensamiento puro, lo que resolvía el problema.
Llegué caminando a la estación. Deslicé mi tarjeta de viajes rápidos sobre el ojo ultrasensible y una ligera puerta de material abstracto se abrió, dejando conectado el mundo material con las amplias autopistas del pensamiento.
El tren era una verdadera obra maestra de tecnología síquica, su moderna estructura elaborada en láminas de aire condensado, lo hacía súper ligero, cómodo y veloz. No supe en qué momento atracó al andén, pero subí y me acomodé en un asiento, junto a un hombre que parecía dormir con los ojos abiertos; de inmediato, una emanación mental me dio la bienvenida, además de estrictas medidas de seguridad para el viaje; las recibí con atención, luego aprovechando el mismo canal psíquico di las gracias, indiqué mi destino y nos internamos velozmente en aquel mundo casi irreal.
No tardó un segundo y el paisaje tomó la forma indefinida y dolorosa de mis pensamientos, en un instante cruzaron millones de imágenes, escenas terribles y momentos hermosos se asomaban a la mágica pantalla de mi mente, hasta que volvía ante aquel ascensor cayendo a una velocidad vertiginosa, llevando como pasajero a una hermosa dama que buscaba morbosamente el mortal deleite del aterrizaje, cerré los ojos en un intento desesperado por huir de la terrible imagen que me acosaba, pero fue inútil, hacia dentro se proyectaba la misma escena; entonces, sentí tanto miedo, que por un momento creí que moriría; afortunadamente, entró en funcionamiento el controlador psíquico, que anuló mis pensamientos y me indujo una película maravillosa destinada a hacer de mi viaje, cómodo y placentero. Eran las ventajas de confiar en el sistema.
Llegué cinco minutos antes a la cita. Arqueología Criminal era un verdadero complejo arquitectónico, que combinaba armónicamente el hormigón armado con estructuras de polifibra plástica, lo que le daba una versatilidad única y moderna; además, sus instalaciones contaban con tecnología que reproducía las mejores comodidades para guardar y estudiar todo lo que podía presumirse como evidencia del cometimiento de un crimen, entre las que se encontraba una extensa colección de virus letales utilizados en diversos genocidios comerciales, en un tiempo en el que no importaba la vida humana, con tal de acumular una fortuna.
En la recepción, me atendió una hermosa chica cuyo versor psicodélico en pluma artificial de versingetorix de Madagascar, solo había visto colgar con tanto garbo casi ausente del lóbulo de la oreja derecha de la chiquilla desquiciada, de cuyo hermoso cuerpo, a esa hora debían estar dándose opulento festín la flora y la fauna macrófaga del cementerio. Me saludó amablemente y me guió por un pasillo.
Cruzamos varias puertas que obedecían sus órdenes psíquicas. Resultaba curiosa la destreza con que manejaba la tecnología; pero claro, a la juventud siempre le va mejor con estas cosas.
– Doctor, su amigo – anunció, al llegar.
Él, regresó a ver frunciendo el ceño y echando sus ojos profundamente verdes, sobre el grueso lente de los anteojos.
– ¡Mi gran amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte! – Exclamó emocionado, mientras su mirada de ave de rapiña me escrutaba como a una de sus preciadas piezas arqueológicas.
En realidad, no logramos entablar un verdadero dialogo, siempre que tenía una genial idea para romper el hielo, alguien venía a interrumpirnos. Así recorrimos varios recintos y salas de laboratorio, hasta que por fin, llegamos al área de ascensores; el mío estaba hecho un solo manojo de chatarra inservible, lo cual evidenciaba la violencia del madrazo. No iba a ponerme feliz al confirmar el deceso de aquella pobre chica, pero me sorprendió no encontrar siquiera un gota de sangre, un pelo o lo que sea, que confirme el horrible acto de muerte. Las evidencias eran contundentes, razón los medios no hablaban del suicidio.
Evidentemente sorprendido, pregunté que habían hecho con el cuerpo de la mujer.
– Hasta ahora, nadie ha hecho esa pregunta – contestó, escondiendo sus manos huesudas en los bolsillos del impecable mandil blanco gravado con el logo de la institución en hilos azules sobre el pecho. – La chica realmente no ha muerto.
– ¿Cómo? ¿Quién puede sobrevivir a semejante caída? El ascensor esta hecho trizas.
– Aunque no lo creas, ella aún anda por ahí, haciendo travesuras – afirmó, con un gesto mórbido en su rostro.
– No logro entender – insistí, – esas cosas no ocurren ni en las mejores películas de ficción.
– Para nosotros es la vida real – aseguró, – es lo que hacemos todos los días, los que por nuestros pensamientos poco evolucionados, poco bonitos, malsanos, hemos sido excluidos por el sistema. No dejamos que éste nos mate, nosotros lo matamos a él. Así que, lo que viste es una prueba de nuestro último descubrimiento en tecnología transportativa.
En ese preciso instante, todo yo era un signo de interrogación. No lograba encontrar la lógica que se supone debe haber en las cosas. Él, volvió a sonreír con aquel gesto mórbido, que más bien parecía ser una condición natural de su sonrisa; pues, aunque era un secreto de dónde sacó los bigotes azules, resultaba evidente que el implante había degenerado el labio superior, a tal punto, que al sonreír su rostro adquiría una apariencia siniestra.
– Existe un portal secreto, una ventana de escape, a través de la cual viajamos a grandes distancias, en cuestión de segundos y con solo pulsar un botón –, aseguró, levantando la cabeza y sacando pecho, como un pavo orgulloso del gusano que acaba de desenterrar.
Por un momento creí lo que decía, aunque no tenía clara la idea; sin embargo, cuando intentó su solemne explicación de su invento, pensé que se había vuelto loco, probablemente el trabajo en Arqueología Criminal a semejante ritmo, había dañado por completo sus neuronas.
– Puedes viajar a través de él – concluyó triunfante, colocando frente a mí, sobre la mesa, un moderno teléfono celular. – Para mover los otros inventos, utilizamos energía solar.
¿Qué estaría pensando él, que me iba a montar en ese pobre artefacto para averiguar si vuela como las escobas de las brujas del Medioevo? Definitivamente no estaba para bromas; así que, abandoné el recinto sin despedirme, dejando a mi gran amigo envuelto en sus terribles delirios. Era una pena perder un gran profesional, pero en ocasiones hay que dejar que la naturaleza haga su doloroso trabajo, pensé.
Llegaba a la estación, cuando sonó mi teléfono celular. Era él, sin duda quería disculparse por el mal rato, así que decidí contestar, pulsé el botón para abrir la conexión electrosensorial; pero, vaya susto; de repente, surgió una luz azul intensa, como la que produce un fósforo al inflamarse, aterrado arrojé el artefacto al piso y lo miré rodar encendido; entonces, de la nada se abrió un túnel casi imperceptible en medio de todo lo existente; no sé, ¿por qué?, nadie más lo vio, a esa hora en que la estación estaba llena de gente; lo cierto es que llegó, cruzó el umbral en una leve burbuja de tiempo, había burlado todas las barreras conocidas por el hombre y por la ciencia.
– Santo Tomás pecó de lo mismo –justificó, al llegar o más bien, al salir o lo que sea, del aquel portal que se cerraba a sus espaldas. – Yo también me resistí a creerlo, hasta que lo miré con mis propios ojos.
No sé explicarlo, pero me temblaba el cuerpo, incluso con los últimos avances tecnológicos era totalmente imposible. No lo podía creer, aún cuando ocurrió ante mis ojos.
Recuerdo, regresamos al edificio, donde volví a ver a esa mujer. Si, la recepcionista. Razón me resultaba tan familiar. La miré entrar en la sala y sin palabras, todo quedó explicado. Ahí, de pie ante mis ojos impávidos por la sorpresa, tenía a la dulce chiquilla que yo buscaba entre los muertos.
Con todo eso que sucedió aquel día, no me pierdo un partido de fútbol, nunca en mi vida había entrado gratis a tantos espectáculos públicos; aunque, a veces siento miedo, nadie sabe lo que sucedería si se cierra el portal, estando uno adentro.
Por lo demás, todo está bien; ahora, uso menos el auto y ya no tengo que torturar mis neuronas buscando un pensamiento excelso para ponerlo en marcha, excepto cuando voy al mercado, nadie ha podido explicar, por qué en aquel lugar no haya señal telefónica, aún estando bajo la antena repetidora.
Ayer volvió a caerse un ascensor, los noticieros hablan de un usuario ebrio; es extraño, sin embargo, nadie ha visto el cuerpo del suicida.
A propósito, acaban de habilitar mi nueva línea telefónica, ¿puedo hacerle una llamada esta noche?

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EL sueño de la suerte, por José Luis Barrera

III lugar de Fantasía en el concurso literario EQUINOCCIO 2014 de Ciencia Ficción y Fantasía

Ruco

Benito Adolfo Gutiérrez fue entusiasmadísimo a la Conferencia de Jóvenes Naturalmente Estudiantes –COJONES– en Ignorancia, la capital de la República de Estulticia, pero la primera ponencia era tan aburrida que se quedó dormido y no pudo volver a despertarse. Sus amigos probaron primero dándole ligeros empujones, luego violentos; echándole agua helada y caliente o propinándole puntapiés en la cara y en los genitales. Todo fue inútil: el otrora estudiante mediocre de Sociología de la Universidad Católica con aficiones políticas parecía un muerto; su cuerpo estaba completamente tieso y solo por sus ronquidos se podía alegar que la vida aún lo animaba.
La madre, una viuda de escasos recursos que había conseguido una beca para su vástago gracias a su empleo como jefa de limpieza de la universidad, clamó por ayuda para repatriar a su bello durmiente; nadie escuchaba sus ruegos, ni sus jesuíticos jefes ni los pocos familiares que la mujer tenía en Manabí. El drama estaba cobrando proporciones desastrosas porque un ministro de Estulticia dijo que “la patria no puede hacerse cargo de un bulto que no es suyo”, ordenando que las autoridades policiales abandonasen al dormido en aguas internacionales si ninguno de sus compatriotas se hacía cargo de él en el transcurso de máximo setenta y dos horas.
El incidente se zanjó cuando el canciller ecuatoriano intervino ordenando que se sacaran fondos del erario nacional para repatriar al estudiante dormido “con el fin de que pueda reposar en el seno materno”.

La llegada de Benito Adolfo Gutiérrez a Quito fue un acontecimiento mediático de primer orden. La prensa local y extranjera se había dado cita en el nuevo aeropuerto de Tababela a las once en punto, sin embargo no pudieron presenciar el arribo del avión hasta pasadas las doce por culpa del dios Eolo, quien tiene su mansión justo en esa zona del Ecuador.
La compuerta de pasajeros se abrió cuarto de hora antes de la una y, para decepción de los periodistas y de los curiosos en general, el dormido no hizo acto de presencia. Ante los gritos de protesta y enojo del público, tuvo que emerger de la aeronave el piloto para informar que Gutiérrez los estaba esperando en la sala de recepción de equipajes, pues él y su cama habían viajado con el resto de maletas.
Una multitud echó a correr en dirección de aquella sala encontrándose con una cama no mucho más grande que un ataúd en la que el joven de veintitrés años y piel cetrina reposaba plácidamente, ajeno a la gente y al ruido del aeropuerto. Las personas permanecieron estáticas frente al dormilón esperando quizá una reacción, mas, de repente, alguien los sacó de su éxtasis gritando: “¡es el presidente!”
En efecto, en ese instante el primer mandatario se abría paso entre la multitud ayudado por sus cientos de miles de guardaespaldas y, levantando las manos para pedir que hicieran silencio, se puso a improvisar un hermoso discurso en el que se exhortaba a la juventud a seguir el ejemplo del joven Benito Adolfo Gutiérrez, “quien lucha incansablemente para mantener su sueño y al que ni las fuerzas anti–latinoamericanas lograrían someterlo a una vigilia vergonzosa”.
La gente allí reunida estalló en aplausos y luego voltearon a ver al estudiante con la esperanza de que aquel discurso hubiese tenido algún efecto sobre él. Este solo roncó. De todas maneras, el público luego de unos segundos de estupor bramó regocijado: era la pieza oratoria más excelsa de la historia.
Los alaridos de admiración y los aplausos no cesaron ni después de quince minutos y yo escuché que el presidente de la República, mientras salía discretamente, le ordenaba a uno de sus guardaespaldas que le pusiera “el ojo a ese mocoso porque puede cortar una pata del solio presidencial para que me vaya a la mierda…”
De la noche a la mañana, Gutiérrez se transformó en una celebridad. Lo invitaban a los programas de entrevistas serios y los no tan serios, le aparecieron amantes que él nunca había conocido e hijos que jamás engendró; incluso en una localidad de la provincia de Riobamba lo nombraron santo, endosándole milagros como curar ciegos o embarazar vírgenes sin tocarlas. Los empresarios nacionales también salieron beneficiados por la aparición del “Bello Durmiente” –como lo llamaban los periodistas en general desde su llegada a Quito–, manufacturando una gama de productos con su imagen que iban desde las camisetas y los “jabones para zonas íntimas” hasta unos cereales edulcorados que pretendían aniquilar el monopolio de Kellogg’s.
La madre de Benito Adolfo Gutiérrez, sin embargo, continuaba viviendo en medio de la pobreza sin que jamás hubiera visto un céntimo de toda la fortuna que hacían otros a costa de su hijo.
A este, por otra parte, los políticos, ávidos por conquistarlo para su bando, lo mantenían a cuerpo de rey sobre su cama aunque él solo respondiera con un ronquido despectivo a cualquier intento de seducción.
Si bien los placeres del poder no parecían llamar su atención, los de la carne sí: en varias ocasiones, damas de toda clase y reputación fueron sorprendidas saliendo de su cuarto en el Hotel Majestic –donde un miembro del partido de gobierno lo había encerrado en su anhelo de atraparlo para las próximas elecciones– y no era infrecuente que estas se enfrascaran en auténticos combates gatunos si es que se cruzaban en alguno de los pasillos.
Cierta mañana una comisión de miembros de un partido –cuya ideología era de derecha izquierdista central– se presentaron en la habitación de Benito Adolfo Gutiérrez con la propuesta de convertirlo en el próximo presidente de “la malhadada República del Ecuador”. Con un discurso lleno de circunloquios y palabras ridículamente anacrónicas le hicieron ver al durmiente que su participación representaba un hito en la historia de la patria y que no había existido desde los tiempos del general Eloy Alfaro una figura tan decisiva y con un porvenir tan brillante como el suyo. El homenajeado roncó y los políticos tomaron aquello como una aprobación sin condiciones.
A partir de ese instante el estudiante dormido y su cama fueron traslados de un rincón a otro de la República en el balde de camiones vetustos donde quedaba cubierto de esmog y, de vez en cuando, de lluvia, tierra y piedras.
El sueño de Gutiérrez, sin embargo, permanecía imperturbable. Sin importar si lo colocaban en el escenario de algún teatro de la gran ciudad o en una tarima rodeada de gallinas cluecas en medio de un pueblo de cuyo nombre nadie ha querido acordarse, el “Bello Durmiente” no daba la menor señal de vida, excepto por sus fuertes… fuertísimos ronquidos.

En un caserío de la costa ecuatoriana alguien le preguntó por un plan de contingencia en el caso de que se produjera una sequía como la que el año anterior que aniquiló a los cultivos de arroz.
—¡AAAAAAARRRRRRRRR! – fue la respuesta.
En la capital le averiguaron su opinión sobre el nivel independencia que deben mantener los gobiernos seccionales con respecto del gobierno central.
—¡AAAAAAAAAARRRRRRRRRRR! ¡AAAAAARRRRRG! –contestó el interpelado.
En un mitin de los candidatos de la lista para asambleístas clamaron por su intervención.
—¡AAAAAAAAAAAAAARRRRRRRRRR! ¡AAAAAAAAAAAAAARRRRRRGG! –dijo el candidato estrella una vez más.
Y así la campaña transcurrió entre ronquidos, bostezos y cabezadas; ¡nunca había sido tan lúcida la política ecuatoriana como durante esos meses!

Cierto día la prensa gobiernista amaneció con una noticia a siete columnas y en primera página: “LOS ESTUDIANTES ESTÁN HARTOS DE LA DEMAGOGIA: SE ANUNCIA EL AMANECER DEL DURMIENTE”. El texto informaba que un grupo de universitarios, cansados de la campaña de Benito Adolfo Gutiérrez boicotearían un evento en el teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, sacando a la luz “los trapos sucios de ese corrupto”. En seguida el presidente de la República proclamó su apoyo irrestricto a esos valientes defensores de la patria.
Sin embargo, durante los primeros treinta minutos del acto, los ronquidos armónicos del “Bello Durmiente” no fueron interrumpidos por nadie y muchos supusimos que esa publicación era el último intento de la Secretaría de Comunicación por vencer a un rival que las encuestas daban por ganador indiscutible.
Cuando la catarata de ronquidos iba a finalizar una muchacha lanzó un zapato contra el candidato de la derecha izquierdista central y, acto seguido, hicieron lo mismo treinta estudiantes, dejando a Gutiérrez literalmente sepultado bajo el cuero.
Sus coidearios se apresuraron a sacarlo, descubriendo consternados que el “Bello Durmiente” finalmente había despertado.

El despertar de un buen sueño transforma a la realidad en pesadilla y para Benito Adolfo Gutiérrez esa fue una realidad terrible: de la noche a la mañana pasó de ser una celebridad, un político brillante y el mejor amante del mundo a un donnadie. Todo su carisma había desaparecido con su despertar y la gente lo rechazaba, su popularidad se fue a pique y sus coidearios optaron por cambiar a su candidato presidencial.
Naturalmente fracasaron y el gobiernista, que criticaba la posición de derecha izquierdista central de su contendiente desde su línea de izquierda derechista central, avasalló a la oposición sin problemas.
Mientras tanto, el ex –“Bello Durmiente”, destrozado por su fracaso, buscaba refugio en las drogas y el licor, aunque nada parecía satisfacerlo.
Las mujeres ahora no solo que lo ignoraban, sino que le huían asqueadas, y tanto políticos como viejos amigos hacían lo posible por no cruzarse en su camino.
Una noche lo encontré en un bar ahogando sus penas con aguardiente.
—¿No quiere un trago? –me dijo con tono plañidero.
En otras circunstancias me hubiese negado, pero un ídolo en desgracia es un tema que mueve a la curiosidad. Me contó, pensando que no lo reconocía, toda su historia –fragmentaria para él gracias a su largo sueño– y, al final, dijo que barajaba la posibilidad del suicidio.
—No es justo que me pase esto; desde niño aspiré a la fama y el éxito y cuando por fin los conseguí ni siquiera pude disfrutarlos porque estaba dormido; es como un sueño o peor, porque esos, al menos mientras duran, proporcionan placer… ¡Yo no me acuerdo ni de las mujeres que me tiré!
Bebimos hasta las cuatro de la mañana, luego el cantinero nos echó.
—¡Me largo, ya es hora de que me vaya a dormir!
Su tono me hizo pensar que había tomado una decisión fatal e intenté disuadirlo, pero él me rechazó alegando que era incapaz de comprenderlo. En seguida se fue dándome un empujón.
Lo seguí. Parecía que caminaba sin un rumbo fijo, tambaleándose por la borrachera. De pronto, nos metimos por una callejuela que iba a dar en la loma del Itchimbía y, aún con el cerebro nublado por el aguardiente, me puse a reflexionar. ¿Vivía él allí? ¿O quizá su madre?
Mientras divagaba arribamos a una zona donde a un lado de la calle se encontraba un barranco. Comprendí todo: pretendía despeñarse.
—¡Deténgase!
—¡No se meta, pendejo! –exclamó, al tiempo que echaba a correr en medio de la calle–. ¡Es mi vida…!
En ese instante escuché una sirena, alcanzando apenas a lanzarme sobre la vereda antes de que una ambulancia, que bajaba de lo más alto de la loma a toda velocidad, me arrollara. Benito Adolfo Gutiérrez, en cambio, fue impulsado al menos unos veinte metros antes de caer al asfalto dando tumbos. Murió al instante.
Esa noche pasé en un retén policial rindiendo declaraciones, mientras una escritora de cierto periódico sensacionalista costeño –único medio interesado en la historia– me miraba de vez en cuando con expresión de repugnancia y apuntaba en su libreta lo que yo o el gendarme decíamos. Alcancé a leer en una de las hojas: “Posible título: ‘OTRO ALCOHÓLICO QUE NO DESCANSARÁ EN PAZ’ ”