Lectura pendiente IX

Rrrojo

El color es el tacto del ojo, la música de los sordos, una palabra en la oscuridad.

“Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo. Hace mucho que exhalé mi último suspiro y que mi corazón se detuvo pero, exceptuando el miserable de mi asesino, nadie sabe lo que me ha ocurrido…

“Me llamo rojo” es una novela policíaca del Nobel turco Orhan Pamuk.

¿Así de simple?

Sí, y no: a veces exagero, pues lo cierto es que en su realidad ficcional nos aguardan y enredan otras historias con sus respectivas sorpresas. “Me llamo rojo” trata —por ejemplo—  de Estambul en el siglo XVII… Una gran crisis se cierne sobre el  hermoso, tradicional e imperturbable estilo musulmán de ilustrar, pues sus ilustradores se han visto de pronto arrinconados, asediados, conminados a rendirse ante el arte de los cristianos infieles al otro lado del Adriático. (Estos infieles han creado un software endemoniado llamado PERSPECTIVA que te permite reproducir la realidad tridimensional de la vida cotidiana en los confines de un lienzo o de una tabla, en abierta y maldita sublevación contra la forma que tiene el Hacedor de ver su creación.)

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Obra de Giorgione, albores del siglo XVI

Trata, por lo tanto, del pecado de ilustrar. Sí —contario a lo que ordena el Corán respecto al hacerse de imágenes—, los ilustradores encuentran siempre resquicios en la ley para concebir sus dibujos sin caer en pecado, pero qué tentador es ilustrar al estilo de los infieles… ¡Que se pudran en la Gehena!

Trata de la comunicación entre los seres humanos. Y trata, por ejemplo, de nuestras curiosas teorías sobre la información; esa que dice, por ejemplo, que más importante que el contenido del mensaje es el medio: Ester (el medio) es una buhonera judía que vive en Estambul, viste de tonos rosa porque así lo impone la ley a las personas de su raza, es dicharachera y analfabeta, ¡es la alcahueta de la ciudad!,  y por su manos pasan la mayor parte de los mensajes que unen o desunen a los amantes, que permiten los arreglos matrimoniales de su sector, así como la sórdida pasión que envuelve a ciertos enamorados y otras estulticias de rigor.

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“Dos amantes” por Reza Abbasi, 1630, Isfahan

Trata de libros y de bibliotecas, de sus ilustradores y calígrafos, de sus remotas y venerables escuelas, de los rituales de preparación del papel por capas traído desde la India, de la afamada tinta china, de los pinceles de pelo de gato (de ser posible de la zona  de las orejas, por favor), o del remoto  y ya perpetuo ideal chino de la belleza con sus mujeres de bocas pequeñas y ojos rasgados como estética de lo femenino;  y después la impronta caligráfica, más todo el respaldo cultural (tan estimulante como represivo) que supone cada trazo, la exigencia de la composición y sus componentes, sujetos y objetos de cada escena, los colores adecuados, la mezcla precisa de pan de oro o de plata…

Trata del amor. Profusamente ilustrado por artistas de todas las eras, con repetidas e infatigables  versiones  de enamorados seducidos tan sólo por el retrato de quien sería su amado.

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El legendario amor entre Cosroes y Shirin, según Nezamí, el poeta. Ilustración del siglo XVI

Trata del estilo. Es que, ¿hay un estilo? Nos tropezamos a cada instante con evocaciones de la escuela de Herat, con el omnipresente maestro Behzat, con las ilustraciones del Libro de los Reyes de Firdusi, y extensas digresiones sobre lo que los grandes maestros consideran que es el estilo, si sirve de algo este, o si realmente existe.

Y trata también de la ceguera, como una suerte de estado de éxtasis divino que no termina con la vida artística del Ilustrador, pues este goza ahora de una visión interior que le permite a su memoria dibujar apelando a todos los recursos del recuerdo.

Pero volviendo a la trama, el libro está estructurado en base de textos en primera persona de algunos protagonistas, pero también de animales, árboles, y colores. En “Estoy muerto”, título del primer capítulo, el hombre asesinado declara:

“Quizá ya se hayan acostumbrado a mi ausencia, ¡qué espanto! Porque cuando uno está aquí tiene la impresión que la vida que ha dejado atrás sigue adelante como solía. Antes de que naciera había a  mis espaldas un tiempo infinito. Y ahora, después de muerto, ¡un tiempo inagotable! No pensaba en eso mientras vivía; vivía rodeado de luz entre dos tiempos oscuros.”

Sin dramáticas diferencias con respecto del pensamiento judeo—cristiano de Occidente, aquí se plantea con toda claridad lo que es la muerte en el espíritu musulmán. El segundo capítulo, escrito igualmente en primera persona “Me llamo Negro”, no trata del asesino sino del sobrino del señor Tío, padre de la bella y deseable Sekure, entre quienes se dará el componente amoroso de la novela. El tercer capítulo se titula “Yo, el perro”, también en primera persona (¿qué creían?) que nos introduce en la motivación general de toda la obra: las ilustraciones y sus ilustradores. De hecho el “muerto” era un ilustrador, como lo es el Tío, como aspira a serlo el señor Negro, y como lo son sus tres ayudantes, signados con los simpáticos pero confusos sobrenombres de Mariposa, Cigüeña y Aceituna. Me permito adelantarles, como primicia, que uno de estos es el asesino que, por supuesto, narra también lo suyo, que siempre vuelve a la escena del crimen y que siempre justifica sus motivos.

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Ilustración de las 1001 noches

Recién al cuarto capítulo “Me llamarán asesino” el Nobel turco se apiada en algo de nuestra curiosidad y nos preguntamos si realmente queda satisfecha… ¡Para nada! Habrá que esperar 54 capítulos más para saber cuál de los ilustradores fue el asesino y por qué. Se trata de capítulos cortos que intensamente van urdiendo la trama sobre otras tramas: las familias, las costumbres, los fanáticos religiosos, las guerras lejanas e inmisericordes y la legendaria topografía de Estambul con sus lugares, ya famosos desde la era romana…

¿Es “Me llamo rojo” una novela inolvidable?

Depende. En realidad jamás olvidaré lo que me costó leerla: a medida que progresaba en la trama del asesinato y la identidad del asesino, matizado emotivamente por los amores de señor Negro hacia Sekure, y al amparo de la dudosa lealtad de Ester, la judía,  me fui enterando que el poderoso e inaccesible Sultán Otomano, Escudo del Mundo, era un ser caprichoso y temible sí, pero tan novelero que ordena la confección de un libro a su medida, lleno de ilustraciones algo más liberales, tal vez no tan próximas a los cánones más estimados y sagrados provenientes de la China, de la antigua Persia o de la India, sino más cercanas al estilo de los cristianos infieles de Venecia.

La interrupción de tan libresco encargo, ocasionado por el asesinato del ilustrador del capítulo primero, y luego por el asesinato de “vuestro Tío”, quien era dueño —por así decirlo— del contrato por la confección del libro, lleva a la realización de pesquisas para descubrir al asesino. Y aquí me doy contra mis recuerdos de otras lecturas: ¿no estaré leyendo la versión turca de ciertos pasajes de “El nombre de la Rosa” donde toda la trama gira alrededor de escribas, ilustradores, miniaturistas y una enigmática biblioteca? Tentado me siento a echar mano de tales parecidos; ¡pero no! ¡Que lo hagan otros!

Para dejarlos con la pica dedico este último párrafo al color rojo. Arriba, recuerden,  está referida la estructura en capítulos de esta novela, donde todos hablan en primera persona: hombres, mujeres, animales, árboles, ¡hasta el dinero!; pues también un color, el rojo, cuenta con su capítulo propio (el 31), que es el que da nombre a la novela. El color rojo se nos presenta un tanto presuntuoso, y debe ser por la enorme importancia que tuvo en la antigüedad el procedimiento seguido para su obtención. En ciertas culturas el proceso técnico que llevaba a su obtención alcanzaba ribetes de secreto de estado, así que no debería extrañarnos que el color rojo comience presumiendo de haber estado en el tejido del caftán del poeta Firdusi cuando recitó una rima complicadísima frente a los poetas del Sha Mahmut, y que estaba también en la aljaba de Rüstem, el héroe del Libro de los Reyes  y, naturalmente, en la sangre del gigante cuando fue partido en dos por su espada maravillosa, así como en la sangre que brotaba a raudales de la nariz de Alejandro, o en el vestido de la amante del Behram Gur, el sasánida, en las banderas de los ejércitos que sitiaban fortalezas, en los manteles de banquetes, en la decoración de las paredes, en las camisas de bellas mujeres de cuello de cisne, en la cresta de los gallos de pelea, en la boca del Diablo. Al color rojo le fascina ser aplicado como sangre en las escenas de batallas, en las copas de vino, en las alas de los ángeles, en los labios de las mujeres… Y una vez que abráis el libro, resonarán las petulancias del color rojo cuando dice: “¡Qué feliz me siento de ser el rojo! Soy fogoso y fuerte; sé que llamo la atención y que no podéis resistiros a mí.”

¡Prueba con el libro!

TiroParto

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Avelina Lésper y un pana mío, pintor

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Avelina Lésper (de El Telégrafo)

Avelina Lésper es una crítica de arte mexicana, quien sostiene a través de sus artículos y entrevistas que el llamado arte contemporáneo es una gigantesca farsa que se reproduce, que contamina y que enferma a la sociedad, a los jóvenes creadores y hasta a la Academia. Es una farsa que opera, sobre todo, en el esquema del mundo capitalista.

A mí me cae bien Avelina porque sus artículos me reconcilian conmigo y, en más de una ocasión, me han servido para fortalecer mis teorías sobre la ocurrencia, como único sustento del que podrían hacer gala las propuestas pictóricas de muchos artistas locales que no dibujan bien, pero que ganan aparatosamente los premios de los salones.

Esta “reconciliación” tiene mucho que ver con MIS propuestas básicamente figurativas… Incluso reaccionarias; ando preocupado por develar cánones de otras eras y latitudes (que Alphonse Mucha, que los Prerrafaelitas), pensando en el encuadre, en la disposición de los cuerpos, la luz, la sombra, y todo aquello sobre la rigurosa y estrecha cancha de un lienzo. Admito que este proporcionalismo, que me es tan esquivo, mucho tiene que ver con la gravedad (física), con el arriba y el abajo, con lo que flota-levita y con lo que cae, así como con la fuga visual. Suelo ser presuntuoso al decirme que, de haber vivido allá por el siglo XIII o XIV, habría sistematizado la perspectiva.

En todo caso, prefiero abordar las expectativas que Avelina me induce, recurriendo al enfoque de otro pintor y su pintura. Y lo hago porque me parece que esa pintura que voy a aludir sin el consentimiento de su creador, pudiera encasillarse en lo que se llama arte contemporáneo. ¿Indicios de esta intrusión?: Poco interés en el dibujo, correspondencias cromáticas muy particulares con poca o ninguna correspondencia con la realidad visible… Sin embargo, aclaro, se trata de arte. ¿Cómo puedo asegurarlo? Usaré palabras de Avelina: “Las obras que trascienden como arte, son más grandes que el significado, más poderosas que los conceptos, son viscerales, orgánicas, nacen de la profundidad de la psique, de los azares del espíritu”.

Esto sucede con la pintura de Héctor Ramírez, lo juro,  compañero de aula, y cuyas obras dicen tanto y se expresan mejor que él.

Les comento que Ramírez y yo tenemos —prácticamente— el mismo tiempo pintando y nuestro primer contacto con el público fue una muestra colectiva que hicimos en la Plaza de San Francisco en el año 71 del siglo pasado (cómo suena de remota aquella experiencia). Tendríamos unos 17 años y creo que él organizó,  con otros  compañeros del Colegio Pedro Carbo, una muestra en dicha Plaza. Aquél día nos visitó el añorado pintor Humberto Moré, invitado por el rector del Colegio (que estaba fascinado por el atrevimiento de los convocados), quien quedó muy impresionado con la obra de Héctor y lo declaró allí mismo ganador entre los otros chicos que  exponíamos. (Justo es recordar que por las aulas del Pedro Carbo pasaron panas muy queridos, mentes realmente formidables y corporizadas en Carlos Calderón Chico, Raúl Márquez Bararata, Jaime Morán, Marina Mora, entre otros; que no pintaban, pero como si lo hicieran.)

¿Cuán bien conozco la pintura de Ramírez? Lo suficiente como para reconocerlo sin ver la firma y donde sea que esté colgado. Invoco la memoria de aquella, su primera pintura oficial: era  de formato modesto, creo percibir una brillantez inusual en la superficie, tal vez porque era a base de esmaltes y, sobre un fondo gris claro donde, con una contundente profusión de marrones rojizos, tres rostros comunicaban perfectamente su índole y empataban perfectamente con el nombre del cuadro: “Los Miseria”. O algo así… Mucho, mucho tiempo después, en la biblioteca de Carlos Calderón Chico vi un cuadro “atípico” de Ramírez. Esta vez era en tonos grises cálidos y me comunicó la idea de una granja, de un corral… ¿Se trataba, acaso, de una propuesta bucólica? ¿Había vacas en el cuadro, o es mi memoria quien las ha puesto a pacer en esa superficie carente de cielo? ¿Por qué introduzco datos en una pintura mal evocada?

Para cuando vi aquel cuadro en la biblioteca de Carlos, Héctor ya era famoso y “consagrado”, habían pasado  40 años, había “saltado el charco”, y en el ínterin habíamos visto crecer de lejos su trabajo, su fama, y yo podía reconocerlo —como digo— “donde fuere que estuviese colgado”. No dispongo de mucho material gráfico de su obra así que, en algún caso, voy a tener que narrar los cuadros de mi parcero: son casi todos sobre fondo oscuro. Cuando los tonos son claros, él se las ingenia para crear en su interior fragmentos oscuros donde sus inigualables colores pueden regodearse a placer. Muchos, incluso él, han calificado de precolombinos a sus cuadros porque efectivamente, atravesando su inigualable cromatismo introduce grecas, símbolos y grafismos que podemos convenir en que se trata de reminiscencias de las abstracciones Valdivias o Chorreras.

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¿Y eso es todo? ¿Qué más me evocan sus cuadros? Respondo: esas visiones geométricas, esas manchas de luz que jamás se repiten cuando cerramos y apretamos los párpados vueltos a la claridad y obligamos —a quien sea responsable de la fisiología de la visión— a mostrarnos formas espectaculares, colores prodigiosos que van palideciendo conforme la excitación luminosa va menguando.

Y entonces debo hablar del cromatismo de Ramírez. ¿Es realmente espectacular, como lo he calificado todos estos años? ¿O es que sobre tonos pardos, cualquier color cobra esa vida lógica y deslumbrante propia del alto contraste? Y entonces, como de lo alto, se me viene a la mente una frase, que hasta podría ser lapidaria: ¡fórmula! ¡Claro, esa es la fórmula de Ramírez!

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Una vez revelado el misterio, otra pregunta surge: ¿y es malo haber encontrado una fórmula? ¿Qué me permite, o qué me impide una fórmula? Pero como yo no soy Ramírez, una vez más: revelado el misterio, ¿qué debo esperar de cada nueva propuesta? Dicho en sus palabras “Con el transcurso del tiempo uno aprende lo que es la fuerza, lo que es el gesto, lo que es la caligrafía. Haces un crisol, pierdes los miedos y empiezas a decir lo que tú quieres”

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Si pasara en el día a día de Ramírez, es probable que terminara abombado con la reiteración de su fórmula, pero esa posibilidad ni la tengo yo ni la ansía ninguno de sus coleccionistas. De modo que ese extrañamiento inicial que viene con cada nueva obra pasará del primer impacto a constatar de que también ésta está bien, que es magnífica (me detengo en los rojos, en los turquesas)  y concluyo sin lugar a dudas, que es un Ramírez. Y entonces aparece un gran componente de nuestro sentido del gusto y/o de la crítica: el componente memoria—tiempo, aprendizaje—tiempo, que son formas útiles de la permanencia, y de nuestra capacidad de identificar, inferir y deducir, que nos suele ser tan grata. ¿Cuánto tiempo permanece su obra en mi memoria? Lo suficiente como para escribir este artículo sin salir aturdido del intento.

Sin embargo vuelvo a la Lésper, ¿promueve ella la vindicación de obras que puedan ser recordables, que colaboren con nuestra capacidad de identificar y que sea eficazmente comunicacional (en retos, en soluciones, en una imaginería más cercana a nuestras sensaciones y convicciones)? Lésper es enemiga de hiper-verbalizar las obras, así que le deben resultar extraños los rebuscamientos de mi pregunta. Con incisiva y despiadada sencillez, la Lésper nos sintoniza con lo que es el arte, con lo que debemos esperar de él, y con lo que podemos esperar de esa tribu insaciable de mercachifles del arte que magnifican las virtudes de la ocurrencia, como si se tratara de un estado de gracia divina (recuerdo indignado un premio de Salón concedido a un pintor local que, sobre el cartón que un indigente usaba para dormir en la calle, dibujó el perfil de la ciudad… Afortunadamente he olvidado la línea argumental que soldaba una cosa con la otra y que demostraba la genialidad del jurado, más que la del pintor, para justificar el premio otorgado a semejante adefesio, a semejante indolencia).

Lésper resume el asunto en pocas palabras: “estamos ante dos vertientes, una que exige de conocimiento, preparación, talento, desempeño técnico, resultados y otra que no necesita ningún tipo de conocimiento, ni de preparación que incluye todo y lo que sea”.

Afortunadamente las condiciones socio económicas y culturales del país no han consentido el desarrollo de una población VIP en toda regla, pero mucha de nuestra plástica se refugiaría con deleite en esas casillas, movidas y animadas no por personas que sepan algo de arte, sino por decoradores de interiores que hacen su trabajo, aún pionero, pero que algún día será reconocido como forjador  de nuestros primeros VIP locales. Así que a recapacitar, decoradores.

Les cuento: Avelina Lésper va a venir al Ecuador, va a estar en la casa Égüez. A ver qué nos dice la Lésper de viva voz y cuerpo presente, del arte y de sus cosas, y de nuestras plásticas preocupaciones, ahora que nos va a visitar.

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Lectura Pendiente VIII

BELT

Con los rasgos del mítico Lee Van Cleef en el siniestro papel de Eliot Belt, Goscinny & Morris escribieron e ilustraron “El cazador de Recompensas”, de la serie Lucky Luke en 1972.

“En la fauna del Oeste”, reza el texto, “el cazador de recompensas es más despreciado que el coyote, la serpiente de cascabel y el buitre”.

Me pasa al abordar  un cómic que éste “siempre sucede”… Como si el tiempo se replicara una y otra vez,  así se siente el desprecio por él de parte de todos. Belt lo tolera estoicamente, con elocuencia, en todos los ámbitos de la vida cotidiana de un cazador de recompensas.

Belt paga

Pero, a pesar de la formidable capacidad condensadora de texto e imagen por parte de sus autores, Morris y Goscinny se toman 7 páginas y 40 viñetas para establecer el expediente completo de Eliot Belt, que abarca desde su ejemplar niñez hasta su encuentro fortuito con Lucky Luke en Cheyenne Pass, donde el héroe -defensor a ultranza del stablishment-, salva la vida de Eliot. No podemos pasar por alto la lectura no precisamente anti capitalista de esta novela gráfica, pero sí la lectura alterna del submundo paralelo del capitalismo donde a muchos Belt no les queda otra que cazar -literalmente- las recompensas. Y así vemos al pequeño Eliot Belt, como curioso alter ego del padre de la Patria por antonomasia, George Washington, en su famoso episodio del cerezo talado.

Belt Washington

Este conspicuo ciudadano americano fue niño, escolar y precoz amante del dinero… Ojo, que jamás robó; todo lo contrario: es la sociedad, en su afán organizador, la que dispuso pagar por ser soplón. Y Belt aceptó dicha formalidad.

Belt escuela

Belt ojomorado

Belt sacoratas

Un ciudadano, con tan profunda como cordial veneración por el dinero (H. Hesse), estaba asistido por  todo el derecho constitucional a abrir una cuenta bancaria. Esta fue la respuesta que recibió por tamaña lisura:

Belt banco

Y, como lo mencionara arriba, como en buen policíaco, quiere la suerte que Luke salve a tan despiadado antagonista de morir en manos de un vengador anónimo.

Belt salvado

Belt cínico

Ahora sí estamos listos para lo que sea. Lucky Luke, montado sobre Jolly Jumper, está dispuesto a realizar todas las maromas posibles para custodiar, como nadie, la ley y el orden de tan salvaje territorio, y Eliot (su caballo se llama “Wanted”, naturalmente) vive  dispuesto a  hacer lo que sea con tal de amasar fortuna a costa de la desgracia ajena.

¿Qué sucede? Sucede que de los pesebres de Bronco Fortworth, importante y millonario criador de caballos, ha desaparecido “¡Lord Washmouth III !” Y el principal sospechoso es el custodio del caballo, un apache empleado de Bronco Fortworth.

Bronco

El problema se arma cuando el ricachón (en realidad un puntal plutócrata del sistema) decide poner precio a la cabeza del apache (“Cucharilla de té”);  ni más ni menos que 100 mil dólares de recompensa,  que concitan la atención y presencia  de decenas de cazadores, aparte del mismo Belt. Y se moviliza también, y en su defensa (desde la reservación -en cuyos exteriores se lee: PROHIBIDO VENDER ALCOHOL A LOS INDIOS-),  la tribu a la que pertenece Cucharilla de té. El nivel del relato policíaco matizado con humor certero, a veces  vertido en forma expresa,  a veces sobrentendido (cuando el texto y el dibujo contrapuntean mutuamente) hacen que esta historia sea una de las más relevantes de cuantas crearan Goscinny con Morris.

En honor de Morris, el trabajo de investigación es formidable. Los ambientes aparecen dibujados con todos su detalles: estilos decorativos, alfombras, mobiliario, arquitectura, maquinarias… El cromatismo es plano, acentuado por masas de sombra negra y compacta; los personajes mantienen su identidad desde cualquier de los ángulos escogidos por el ilustrador.

Ni crean que les voy a contar el nudo, peor el desenlace. Ahora que todo está en la “nube”, si no lo encuentran  en Mr. Books o en La Española (acá en Guayaquil) búsquenlo y descárguenlo, como sea. Serán recompensados.

Lectura pendiente VII

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“El lado frío de la almohada” comienza por el final. Han matado, como resultado de una confusa balacera, a Laura Bahía, funcionaria de la embajada cubana en Madrid que sostenía una relación con un agregado de la embajada de USA en España, Phillipe Hull.

Como no es nuevo ese desafío de contarte el final, ¿qué hace la autora para treparnos a su historia? Apenas ser directa, manejar una prosa sobria, intensa y a ratos poética, de diálogos veraces, de gran ingenio, creíbles y reflexivos.  Esta novela

“no es un fragmento de la Historia, con mayúscula, aunque sí pertenezca a la historia de lo que los hombres y las mujeres hacen, conocen, imaginan, procuran”.

Como fuere, corre el 2003, la URSS está disuelta hace más de una década y aún se perciben las secuelas del “período especial” cubano, es el año de la segunda guerra contra Irak, y en tales circunstancias dos embajadas, digamos que enemigas, envían a dos de sus funcionarios a… ¿dialogar?; pero terminan ¿amándose? ¿Será posible ese modo de tregua? Voy por las primeras páginas, pero las secuencias que preceden al primer encuentro entre los agentes, el norteamericano y la cubana, son de una economía de palabras, insinuaciones y silencios tan genial como perfecta. Los cubanos han establecido contacto con grupos potencialmente terroristas; pero los americanos sospechan que lo que pretenden es llamar la atención para propiciar un acercamiento con ellos… Gopegui hace gala, realmente, de un dominio admirable de este tipo de situaciones y de las estrategias que los propician.

El día del contacto Laura se entrevista con una portuguesa de un grupo extremista:

“En ningún momento reconoció la mujer la existencia del grupo. Habló como si se tratara de una leyenda, un rumor sin confirmar y al cual ella no parecía dar crédito. Hizo alguna pregunta a Laura, repentina, imprimiendo giros ilógicos a la conversación… Laura sabía que la estaba probando y estaba dispuesta a aguantar el tiempo y las preguntas necesarias…

“Laura sacó un sobre de su mochila  y se lo entregó a la portuguesa—. Es una lista de lugares donde obtener documentación falsa en MADRID. Podéis verificarla o descartarla, como queráis. Os la entrego… a cambio de esta cita.

“La Portuguesa se puso en pie.

“—No te entiendo.

“—No ha sido una trampa —dijo Laura—. Aunque sí he mentido. No quiero entrar en vuestro grupo pero necesito que alguien sepa que podría hacerlo.

“—¿Insinúas que te han seguido? —preguntó la portuguesa, impasible.

“—Hay otra cosa que quiero daros —dijo Laura sin contestar. Extrajo ahora una carpeta flexible de la mochila—. Es alguna información que tiene sobre vosotros la embajada estadounidense. Puede que haya más, no lo sé, esta la conseguimos por un golpe de suerte.

“Laura tendió la carpetilla a la portuguesa. Ella, sin hacer ademán de cogerla, preguntó:

“—¿Quiénes la conseguisteis?

“—Sí —dijo entonces Laura—. Me han seguido. Por el momento no van detrás de vosotros, sino detrás de mí. De todas formas, este era el único camino para darte una copia de lo que tienen. No creo que os hayan pinchado el teléfono, pero tampoco lo descarto… Siento no haber avisado… Tú sabes cómo es esto… Nunca iríamos contra vosotros.

“—Supón que lo acepto. Pero además querrás que acepte  que el engaño era el único modo que tenías para lograr lo que querías.

“—Es que era el único.

“—No vas a decirme quiénes sois.

“—Ahora no. —La portuguesa cogió la carpeta de manos de Laura, que dijo—: Pero si llegas a saberlo no te sentirás traicionada.”

 

Y los americanos la contactan.

¿De qué va el argumento? Creo que del cansancio de soñar, encarnado tanto en Laura, como en su coprotagonista—antagonista  Phillip Hull, donde subyace el otro desencanto y la cuestión adosada: debe Cuba continuar resistiendo, o no, ante un poder que siempre se ha jactado de no tener amigos sino intereses. Laura no se deja engatusar por los sueños que “son muertos”, y que ella es Cuba en la novela, mientras que Phillip, el agente gringo —que también tiene sus sueños— termina agenciando su muerte a pesar de toda la pasión despertada.

La novela consta de dos partes que discurren alternadamente. Por un lado está todo el suspense que implica cumplir sus respectivas misiones nacionales; y la otra, que consiste en cartas periódicas que Laura envía al director de un diario de gran tiraje donde reflexiona con profundidad y obstinación en el papel que desempeñan los sueños personales cuando están atados a los sueños de tu nación. Son ocho las cartas de Laura, allí encontramos la significación del lado frío de la almohada y la vindicación del sueño de los muertos; en la segunda (el amante como enemigo) Laura escribe “Soñamos soledad y la soñamos siempre contra alguien”. La tercera abre con frío dolor: “Porque los sueños adulan nuestra impotencia”. A confesión de parte, relevo de prueba. Laura insiste: “… me gustaría contarle que los sueños, los individuales, los fragorosos, están destruyendo Cuba”. En la cuarta Laura expresa que Cuba es  “la posibilidad de un sitio no sometido a la lógica del beneficio que siempre lleva aparejada la lógica de la beneficiencia”. La quinta es una inquietante disquisición sobre la sirenita De Andersen y lo que implica poner los pies en la tierra, ese lugar tan común y tan lleno de cristales rotos, según aprecia Laura. En la sexta, más que una defensa de Cuba, hay la exposición de motivos —ajenos— por la cuales Cuba como revolución debería desaparecer. Vuelve a los sueños, citas de Lezama Lima, Miguel Hernández. Después de la séptima carta (del secreto como arma de débiles) Laura es asesinada. Hay todavía una octava carta, escrita seguramente en el intervalo, siguen las reflexiones de lado y lado sobre su muerte y sobre lo que realmente se logró.

A pesar del ritmo literario, resuelto y sostenido, sólo hay una alusión musical en la “letra de una vieja canción” (Laura): “Dónde pongo lo hallado”, de Silvio, naturalmente.

Frases subrayadas:

“El sueño es leve y no dura y se atoran los caballos de batalla”;

“Si viéramos señales donde hay azar sería más fácil”;

“Los no poderosos somos más. ¿Por qué a la hora de la verdad siempre parece que somos pocos?”;

(Sobre los sueños fragorosos): ¿Qué me hicieron los sueños para que ahora me lance contra ellos y quiera combatirlos, refutarlos, dejar constancia de su inexactitud?”;

“Los amores desiguales hacen suyo el obstáculo y lo invierten”;

“El amor es un pacto inseguro”;

“La idea de prosperidad está afuera… Puede que sea una idea engañosa. No importa. Tiene presencia”;

“Yo no tengo leyenda”.

Belén Gopegui, España, 1963, autora premiada, guionista de cine, es una mujer bella, jamás la he visto maquillada ni se tinta su pelo prematuramente gris.  Estuvo recientemente en el Ecuador, a propósito de la FIL Quito de noviembre de 2016. “El lado frío de la almohada” edición DEBOLSILLO de Random Mondadori, cuesta 14 dólares y lo encontré  en librería La Española, en Guayaquil.