Esto es lo que suele hacer uno con los amigos: esperar a que se mueran para dedicarles un libro, una poesía, o hacerles un retrato. Uno puede decir “pero es que este cojudo se va sin previo aviso, y así no hay cómo”. Y así se nos van yendo y no hay cómo atajarlos. Total es que corrí, literalmente, a dibujar a Miguel Donoso… ¿Para qué? Felizmente operan las redes y el boceto circula para un montón de gente, menos para él.
Son muchos los amigos que se me han ido, sin consulta previa. Pero de todos ellos, al flaco Antonio Zambrano sí le hice en vida un retrato en gran formato; lo pinté como si se tratara de Hari Seldon sobre la superficie de Trántor. Mi pana era un hombre elegante y constructor consumado, por tanto demandó que su traje fuese blanco, zapatos blancos (como de cualquier chulo) y camisa azul porque era emelecista (uno debe perdonar esos excesos). Se fue antes de lo de las Torres gemelas, antes del feriado bancario (al hombre, aunque derechoso, le habría sentado muy mal tremenda bajeza), antes de que se me ocurriera escribir “Guasmo Sur”. Como le encantaba la Salsa y él, personalmente, me había iniciado en el falsete de Ismael Rivera, la música que debe escucharse de fondo, el día que Guasmo Sur se convierta en película, debe ser “Severa”.
Tiempo después se fue el flaco Moreano. El arquitecto Héctor Moreano Ordóñez, por más señas. ¡Qué dichoso que sería hoy día! No había nada que lo hiciera más feliz que el país contara con un líder que pusiera a la burguesía en su lugar. En tiempos del finado Roldós, no hubo frase que lo sedujera tanto como la que le endilgó Jaime a León Febres Cordero: “Insolente recadero de la oligarquía”. Adoraba a Roldós exclusivamente por eso.
Pues del flaco no hubo retrato. Una lástima que podría subsanarse cuando “el Rumbero” encuentre una semblanza adecuada de su padre.
Se fue el Ronco Artieda. Nunca lo dibujé. Que se aparezcan Lourdes o la Renata y desfacemos esa falla. Me fue presentado por Calderón Chico antes del 85.
A mi tocayo lindo le encantaba vivir. Cuando ya andaba medio abollado, pero estaba ya recuperado laboralmente de su abreviado paso por el gobierno de Agdalá (no olvidar: nadie le daba trabajo), le dije que por qué no se hacía tratar de los médicos de la empresa (Ecuavisa). “Mira, loco”, me dijo. “Lo que sucede es que yo necesito un médico bueno, uno que me diga chupe, señor Artieda, a-jú-me-se, váyase de farra. Y ninguno me dice nada de eso, ¿tú crees que yo voy a ser tan gil de hacerme tratar por cualquiera? Entonces las veladas florecían en su casa o donde fuera… Para uno de mis cumpleaños, cantamos tangos con Florencio Compte y con el otro tocayo, Fernando Carrera, estaba Esquilo Morán, la futura ministra Valverde, el compadre Joaquín Serrano, mi hermano Adrián, el viejo Hugo Avilés, entre otros… Mi tocayo Artieda tenía pista como darse mil volteretas, pero se fue, y muy sufridamente.
Y se fue Calderón Chico. Carlos Alberto Calderón Chico. En todo sitio creo haber admitido que mi posibilidad de escribir fue, antes que nada, asunto suyo. Le gustaba que pudiera escribir “complicado” y, sin más preámbulos me metió en una antología (Número 9 de la serie Letras del Ecuador de la CCNG, durante la presidencia de Rafael Díaz) donde, entre otros, figuraba Iván Egüez con un fragmento de La Linares. Ese era Carlos. Nunca he encontrado a nadie tan temerario y confiado de sus dotes persuasivas. En la FIL de Caracas de 2008 me confesó, preocupadísimo, que no sabía cómo se iba a poder llevar al Ecuador 3 CAJAS de libros que había logrado reunir. Estábamos en el parque de los Caobos, cuando vimos pasar al Ministro de la Cultura Popular (siguen los títulos). Carlos detuvo al hombre, le contó de su angustia y sí señor, Carlos tuvo sus tres cajas en Guayaquil.
Carlos me presentó a Miguel Donoso. Por entonces no había un alma ecuatoriana que medio pellizcara algún arte, alguna destreza, alguna gestión cultural que Carlos no conociese. Además, un libro de Miguelón había sido la primera obra seria, digamos, que leímos hacia la parte final de nuestra secundaria: “La hora del lobo”… Me figuro que supimos de su existencia por Otón Muñoz, que era nuestro profesor de Literatura. Estudiábamos a dos cuadras de la CCNG, y de allí al siguiente libro, que fue “Generación Huracanada”, mediaban solo unos trescientos metros.
Llegó Miguelón a Tierra sagrada (Guayaquil, aclaremos: ahora que hay tantas tierras sagradas por el país), y surgió ese asunto de los talleres. Por allí anduvo el negro Velasco, anduvo el Itúrburu, la Miraglia, los Holst… A lo que voy es que después de un tiempo fue presidente de la CCNG.
Y también dejó de serlo. Cierta ocasión fui a las oficinas de la revista “La Otra” que él dirigía, para invitarlo a una muestra de acrílicos en un salón que tenía el Casino del Oro Verde. “Qué inculto que eres”, me dijo. “¿Sí te has fijado que ese día juega la selección?” La verdad es que yo, en su lugar, me hubiera quedado viendo el partido, pero no, Miguelón fue esa noche donde entre otros, estaban todos los ausentes de los que he venido hablando; no eran amigos entre sí, pero allí estaban los flacos Antonio y Héctor, Calderón Chico, mi tocayo Artieda, y Miguelón.
Y se ha ido Miguelón, nunca pude contarle que mi padre y su padre trabajaron juntos en algún barco de carga que hacía muelle en La Libertad, y debía contárselo porque –como dijo Melquíades-, “Somos del agua” y acoderamos en los mismos puertos. Advierto apenado que cada vez que uno de nosotros se va, la aldea de Guayaquil, esa posibilidad de encontrarte con que fulano es primo de tu primo, y que con un poco más de esfuerzo, resulta que hasta es tu pariente, se esfuma, se va también.
Mientras acompañábamos a los deudos de Miguel, Héctor Santana me comentaba que cierta ocasión vio una lápida que decía: “Únicamente los que me acompañaron son mis amigos y saben quién soy”. Y pare de contar, no había nombre ni fecha ni estampita de santo, santa, dios, nazareno, espíritu santo o texto bíblico. Sólo sus amigos saben quién fue y eso realmente es todo. Lo demás es cuento.
Sé que van a lanzar tus cenizas al mar. Se trata de un buen lecho.